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Turn
un fanfic de Card Captor Sakura
por Tin Mandigma
traducido al español por Azur
Card Captor Sakura y personajes mencionados en este texto
son Copyright © CLAMP.
Parte 3: To Me
Tuwing idadampi mo ang iyong labi sa aking noo
Tila mata itong sumisilip sa bintana ng sking puso
Nahahawi ng mainit mong hininga ang mga tuping
Tumatabing sa pangungulila at pag—iisa.
Nanunulay ang aking kaluluwa sa pilikmata.
Richard Gappi "Noo" (Belitaw 1999)
Tus labios cuando tocan mi frente,
Se asoman como si fueran ojos a la ventana de mi corazón.
La tibieza de tu aliento despliega las vendas de anhelo y soledad.
Y mi alma pende de una pestaña.
Las hojas se rompieron suavemente bajo sus pies desnudos,
como fragmentos de cristales olvidados cuales se rehusaban a quebrarse.
Pero rompiéndose y quebrándose estaban sin embargo, lastimando
su piel con miles de dolorosas estocadas hasta que cada paso era agónico.
Pero suaves, sí, pensó él mientras se inclinaba y
las recogía en sus manos, observando cada grieta y fisura, y cada
descolorida línea, como si las atrapara en un momento de desintegración.
Tan frágiles eran, tan inocentes para impedir su fallecimiento
si él así lo hubiese querido, que supo que podría
lacrar su existencia como si fueran desarticulados hechizos en miniatura.
¿Y después adonde irían? se preguntó a sí
mismo mientras que su borrosa vista se enredaba con los rígidos
brazos agonizantes de los árboles, esos insensibles guardianes
de madera, y casi podía imaginárselos estirándose
hacia él y sofocándolo, alzando su azotado cuerpo hacia
la despiadada mirada del brillante cielo hasta que se resquebrajara como
una multitud de hojas moribundas. Su aliento ardió en su garganta
y echó sus manos fuera de su propio abrazo vacío. No. Mejor
sería que permanecieran rotas para siempre a que debieran quebrarse
una y otra y otra vez.
Mejor que él las rompiera ahora.
Así que... susurró en su mente.
Romper.
Huyeron hacia el suave viento que se levantaba y se demoraron
allí por un convulsivo momento, como cenizas perdidas preguntándose
si finalmente debiesen morir y regresar al polvo de donde venían.
Pero no provenían del polvo, no estaban hechas de polvo, se dio
cuenta repentinamente. Ingeniosas cosas, ahora que conocían su
caricia, y su caricia no conocía la tierra bajo su piel, o el viento
en su cabello, o el abrigo de un dosel desnudo, no retumbaría por
la percepción de la naturaleza cayéndose a pedazos bajo
sus propios dedos. Pero se romperían, y muy fácilmente,
pensó, y ese pensamiento también era una advertencia.
Porque en ese momento llegó ella, y las hojas
huyeron hacia ella, valientes, valientes. Seguramente sabían que
si iban hacia ella no tendrían más escapatoria. Ese sería
el fin para ellas, porque conocían la caricia de él y la
conocían a ella.
Seguramente.
—Que hermoso —dijo ella alzando sus manos.
Ella debe haber estado observando por mucho tiempo, y
él tuvo un momento para sentirse avergonzado por haber olvidado
que ella estaba allí, pero ella no podría culparlo, verdad,
si él permaneciera en su casi agonía como hojas moribundas,
como cenizas muertas. Polvo al polvo. Pero él provenía de
ella, así que regresaría a ella. Una terrible desolación
lo llenó por completo. Ah, ¿por qué pensar en eso justo
ahora? ¿Por qué no entonces, aquella noche, cuando aún tenía
elección, y cuando podías haber elegido no conocerla y podías
haber elegido permanecer intacto? Así que ahora te detienes y quieres
que ella se mantenga alejada porque temes que ella te vea caer en pedazos
por una mirada de debajo de esas espesas y rizadas pestañas, por
una simple sonrisa curvando esa deliciosa boca, oh dios, oh dios. Quebrándose
una y otra y otra vez, no puedes escapar. Ya es muy tarde para ello y
tú lo sabes. ¿Y por qué combatir tan gloriosa destrucción?
Permítele sostenerte y déjale verte morir en sus brazos.
Una y otra y otra vez.
Eriol, tan indecorosa arrogancia, pudo escuchar
a Clow decir en su calma voz, el Clow real, su verdadero ser el cual no
era realmente él porque eran mitades aparte, y de alguna forma
el saberlo no lo lastimó tanto como lo había hecho antes.
Eriol. Ah, niño tonto, tonto.
—Sí —dijo él.
—¿No vamos a continuar? —preguntó ella e inclinó
su cabeza hacia un costado.
Las hojas se amotinaron en su pelo, y la acción
fue un desafío en sí mismo. Vamos, parecían decir.
Tócala. ¿Qué estás esperando? Tómanos, como
si también fuéramos sacrosantas. Pero tócala. Tómala.
Tómala.
—Baila conmigo.
Tomó las manos de ella entre las suyas y ella
se deslizó entre la distancia que los separaba tan ligeramente
como si hubiese sido remolcada por el viento. El cerró sus ojos
por un momento y simplemente la sintió. Un momento de soledad,
y él quiso decir "momentos", pero en realidad no estaban
en soledad, porque él no estaba solo, ella estaba con él.
¿Y qué? El mundo se diluyó como siempre lo hizo y aquí
estaba un momento de soledad entre dos personas solitarias, y esa era
la soledad de ambos.
El aliento de ella se sentía tibio y húmedo
sobre su mejilla. El tembló.
—Me estás pisando —se quejó ella, y sus
ojos se encendieron por la súbita proximidad.
El apretó su agarre en su mano y la trajo más
cerca, rumoreando bajo su respiración. Apenas podía escuchar
la música. Era un vals que conocía muy bien; un adorable
ritmo, feliz e incesantemente vivo. Las palabras eran desconocidas, extranjeras.
Ah, italianas, esa melodiosa soprano.
—¡Ey! —susurró ella risueñamente cuando
él la levantó en sus brazos con un rápido y vertiginoso
movimiento. La luz del sol se arremolinó sobre ellos, brillante
e extraordinariamente irreal en el desierto claro, excepto por el silencioso
movimiento de sus cuerpos deslizándose dentro y fuera de las moteadas
sombras, salvo por esa misteriosa y aterciopelada música que en
realidad él no podía escuchar... Verdi, pensó
perezosamente. La Traviata. El vals de Violeta. Una muchacha feliz.
—Ey —murmuró él en respuesta y se inclinó,
dejando caer el cuerpo de ella sobre su brazo derecho, rompiéndola
gentilmente en su abrazo así ella parecería resquebrajada
también. Su oscuro cabello se escapó de su abrazo, y se
derramó sobre la tierra, agua negra, negra, nutriendo la tierra
seca, pero una de sus manos aún estaba alrededor del cuello de
él, y su otra mano fluyó por sobre la tersa línea
de su garganta y hacia la tentadora curva de sus senos bajo la fina y
blanca seda que vestía su cuerpo, y su cuerpo no era agua, no,
era la música, pero eso era Violeta, sí. La luz del sol
entonces, pero donde estaba la luz del sol, no pudo verla, pero pudo verla
a ella, y de que modo pudo verla. Y su rostro estaba notablemente visible
en contraste con el negro de su cabello, y la pura blancura de su piel,
atrapada entre luz y sombra, giró hacia él, inmersa en una
ternura tan fiera que casi podía verla, también, ¿y qué
es esto? ¿Qué es esto? Se dio cuenta de qué eran, eran lágrimas.
¿Cuándo fue la última vez que ella lloró así?
No, no pienses en eso. Pero su angustia, era tan insoportablemente sensual.
Y es que así de hermosa era ella, pensó
él. Eso era todo lo que podía hacer para no besarla allí,
aquí, ahora, de un roto final hacia otro. Y él sí
la besó, porque no pudo no hacerlo. ¿Qué es esto? Repitió
una y otra vez en su mente mientras su boca se deslizó por los
contornos de su mejilla, luego su cuello, y luego sus senos, salvajemente,
triunfalmente. Ella gimió, y el sonido estuvo muy cerca de volverlo
loco.
Mantente entero.
Ya era demasiado tarde
—No llores, querida —la calmó él y la trajo
más hacia él. Ella se plegó contra el cuerpo de él
tan fácilmente como si fuera algo muy muy frágil, y en ese
momento supo que solo tendría que soltarla y ella se hubiese quebrado.
Completa e irrevocablemente. Pero no podía hacer eso, no lo haría.
Esa era su certeza, su desesperante secreto. Ahora ella podría
hacer con él lo que quisiera, lanzarlo al viento y al cielo, y
al inmisericordioso sol, y él ni siquiera voltearía para
no verla. Podría derramar, podría caer, podría quebrarse
en pedazos, podría morir. Pero nunca rechazarla. Aunque pudiera,
pensó tristemente. Como si él fuera sacrosanto.
—Es que estoy feliz —susurró ella—. Tan feliz.
La música se elevó hasta un tronante crescendo,
tan fuerte; y el ritmo era una voz, clara y penetrante. Bailen niños.
Pierdan un paso y yo moriré. Un, dos, tres. Un, dos, tres. Un,
dos...
Tres.
Vuélvete: Hacia Mí. (Turn: To Me)
La mañana era tibia, notó con sorpresa
al abrir la ventana. Ella apoyó su mano contra el panel de vidrio
e incluso éste estaba tibio. Cerró los ojos y presionó
la palma completamente contra la sorprendente tibieza, preguntándose
si se quebraría seguramente por no poder soportar tanto calor,
pero ya no estaba sorprendida cuando no pasó, solo retiró
la presión de su toque, como si le dijera no, no, si me quiebro,
ciertamente tu también te quebraras. Remueve tu mano y ve más
allá de la tibieza. Así que lo hizo, y observó la
tibieza, pero no pudo ver nada, solo su borroso reflejo incrustado en
el cristal. La decepcionó, de alguna forma, esta certeza entre
reflejos y cristales porque significaba cosas efímeras. Y ella
hubiese preferido no inmiscuirse en tales cosas.
Ahora no.
—¿Cómo se rompe un huevo?
—Un huevo no se rompe —contestó con moderada diversión.
—Sí lo hace.
El aclaró su garganta.
—Un huevo no se rompe.
—Sí lo hace.
—Tú rompes el huevo —dijo solemnemente—.
El no se rompe. No por sí mismo.
Tomoyo lo observó desde el otro lado de la mesa.
El sorbió su café con ridículo cuidado como si estuviera
inseguro todavía, a pesar de que había bebido de la misma
tasa por incontables mañanas, a pesar de que la había visto
preparar su café incontables mañanas, también. Incontables,
reflexionó ella. No realmente. Unas pocas mañanas, tal vez,
y ella seguramente sí las podía contar. Juntó sus
manos de forma pensativa. La mañana después de esa primera
noche. La mañana después de la última noche. La mañana
después de esta noche. Sí, no eran incontables, después
de todo, pero así era como le parecía a ella aún,
sí, o porque sabía que posiblemente no podría contarlas.
Una palabra cruel... contar. Implicaba un proceso cuantificable y ella
simplemente no podía cuantificarlo a él. Uno la mitad del
otro mientras él dijera mitad amargamente. Ella solía pensar
que él era demasiado duro consigo mismo, seguramente él
era una persona completa, la más irrompible que ella jamás
había conocido y jamás conocerá, viviendo con y conciente
de su propia ruptura. Aún así él vivía. Y
ella nunca lo hizo. Algunas veces pensaba que nunca había vivido.
¿De que otra forma podría realmente vivir, amar y tal vez ser amada?
No había amor en su íntimo ser quebrado, no había
vida. Ella era el tentador reflejo en aquel panel de vidrio pero no había
nada más allá de ella, no había más allá
de ella.
Pero más allá de él, había
tan infinitas promesas. Más allá de él, había
tal incontable y perdurable tibieza. Lo sabía a través de
cada delicada caricia, con la sensación de su cabello entre sus
dedos, el reconfortante murmullo de su voz, suave e infinitamente tierno
al arrullarla para dormir. ¿Por qué él no podría
entender? pensó ella tristemente. Deseaba poder decírselo,
pero no se atrevía. Algunas veces, hasta hubiese admitido que estaba
asustada. Ese miedo yacía entre ellos, tan tibio e inquebrantable
como una pieza del más frágil cristal
El le sonrió.
—Por supuesto, eso ya lo sé.
—Hmm... —murmuró Eriol. La diversión estaba
otra vez en sus ojos y ella le sonrió—.
—Bueno dime. ¿Por qué tanta curiosidad con respecto
a los huevos?
—Quería prepararte el desayuno. Hace un rato,
antes que despertaras. Tu me contaste cuanto te gustaban los huevos revueltos...
¿o son los huevos Benedict?
—Huevos Benedict —respondió rápidamente—.
Bueno, en realidad ambos me gustan.
—Así que ambos. Ah —murmuró él y
tomó otro sorbo de su café—. Ya veo.
—Pero estoy siendo ridícula.
Realmente sí. El lo sabía, también,
pero de alguna manera él parecía entender. Ahora él
rió y le negó con la cabeza, pero debajo de todo eso ella
supo que él entendía. Así que ella pudo decir lo
que quisiera decir y sentirlo así y, lo más importante,
ella podría preocuparse por lo que él pensara de sus pensamientos.
Y eso era algo de lo cual nunca pensó preocuparse, realmente. Que
otra persona se preocupara por lo que ella dijera, y que ella estuviera
segura de ello. Pero estaba siendo ridícula otra vez.
—No, no lo estás —dijo él y puso su tasa
muy pero muy cuidadosamente sobre la mesa—. Tal vez. Un poquito. Pero
es una linda forma de ridiculez.
—¿Hay una linda forma de ridiculez?
—Siempre la hay —dijo seriamente. Una linda forma de
ridiculez.
Y se vio tan adorable al decir eso, con un oscuro mechón
de cabello cayendo sobre su rostro y mezclándose con la luz la
cual moteaba su piel, y sus ojos, esos ojos, líquidos e intensos.
No solo simplemente adorable, sino la personificación de la tibieza.
Exquisito. De pronto ella quiso tocarlo, pero si lo hacía, él
se quebraría bajo sus dedos como ese elusivo cristal, y así
también ese aterrador miedo.
Piensa en otra cosa, se dijo a sí misma. No te
quedes simplemente aquí observándolo y deseándolo
neciamente. Sino que imagínate rasgándote en él y
sosteniendo esa tibieza en tus manos. Imagínala en tu cuerpo, y
rasgándose dentro de ti. ¿Cómo se sentiría? Solo
imagínalo.
Piensa, piensa en otra cosa, porque imaginar puede lastimarte.
Puede lastimarte mucho.
—¿Y desde que soy ridícula, de que tipo soy? ¿También
linda?
El pareció pensar en ello.
—Tú no eres simplemente una clase. Ni eres simplemente
ridícula. No puedo explicártelo ahora, pero creo que entiendes
lo que te estoy tratando de decir.
Y él rió.
Eso fue divertido, que ella sí sabía
lo que él quería decir. Ella rió también,
pero esta vez ella trató de no pensar más en ello. Puede
que haya sido solo una ilusión, este profundo entendimiento que
entre ellos fue repentinamente arrollador, un truco de luz, como un reflejo
pasajero. Un mal movimiento, una mano sostenida demasiado tiempo, y podría
romperse, y ella se quedaría con nada, con su alma rota en pedazos
alrededor de ella como si fueran filosos trozos de cristal, y no podría
volver a unir los pedazos esta vez. Simplemente no podría. ¿Y entonces
donde estaría ella?, pensó abatidamente.
Repentinamente tuvo una visión de si misma en
ese claro, en el claro de su madre, detrás de la casa de su madre,
el cual, su madre solía decir, que Nadeshiko amaba visitar. No
podía culpar a Nadeshiko-san. Era un lugar hermoso, todas esas
flores silvestres y esos altos y delgados árboles y esas hojas
quebradizas. Ah, las hojas. Aún podía sentirlas, ásperas
y punzantes, y rasgando la piel desnuda de su espalda como si fueran dedos
arañándola. Y él sonriéndole como si fuera
una de sus escandalosas pinturas de hadas vueltas a la vida, murmurando
la tonada de La Traviata, y él olería como las hojas agonizantes,
la esencia del otoño estaría en su boca, mezclándose
con las voces de éxtasis de Violeta, y ella lo desearía
aún más, por supuesto. Oh, Tomoyo, no seas ridícula.
Sabes que puedes. Siempre, simplemente detenerte.
No, no, no pienses en eso ahora.
—¿Aún estás preocupada por lo de los huevos
y de cómo romperlos? —dijo él, con voz contenida. El aún
debe estar riendo por dentro, se dio cuenta. Bueno, eso era mejor, por
lo menos. Podría ser más sencillo para con ella misma cuando
él estaba riendo y divirtiéndose y siendo ridículo.
¿No habría mucha culpa o conmoción, verdad, en desear a
este chico mágico y excéntrico, el de esos ojos sonrientes
y esa boca curvándose hermosamente rogando por ser besada y besada
y besada? No había dolor en ser sensual, en actuar como una chica
atontada atrapada en la beatitud de su primer verdadero amor. Seguramente...
Seguramente no.
—Lo mejor sería que me enseñaras cómo
se rompe un huevo.
De repente la risa se fue completamente, a pesar de que
una pequeña sonrisa continuaba jugando en sus labios.
—Déjalos caer al piso.
—¿Dejarlos caer? ¿Simplemente así?
El parecía estar dándole al asunto algo
de consideración.
—Bueno, ¿por qué no?
—No creo que a tu ama de llaves le agrade.
El se encogió de hombros y sonrió de nuevo.
—Ni a Spinel, ahora que lo mencionas. Así que
tal vez deberíamos ir a tu casa.
—Creo que tampoco le agradará a nuestra ama de
llaves.
El continuó sonriendo.
—A tu madre le agrado.
Y como si eso asegurara todo, lo cual lo hizo y él
lo sabía, y ella solo pudo estar de acuerdo.
—Sí. Sí. Pero ese no es el punto.
A su madre sí le agradaba. Era algo extraño
y cuando ella no estaba riendo por dentro, estaba asustada. El miedo que
sentía no era nada bien definido, pero estaba allí porque
le recordaba las cosas que ella prefería que permanecieran indefinidas.
Los sentimientos de él. Los sentimientos de ella. Lo que yacía
entre ellos ahora. Lo que podría estar entre ellos mañana.
No, no, no, no.
Eriol se encogió de hombros.
—¿Por qué no simplemente me alimentas con un poco
de helado, hmm?
—Has comido helado incontables veces.
Allí estaba de nuevo. Esa palabra. Incontable.
Realmente debería cuidar las palabras que estaba diciendo. Cuidar
aquel cristal. Seguramente un día yacería en ese claro de
cuentos de hada, y las hojas no serían más que un doloroso
zumbido lastimando su cuerpo, y vería ninfas fantasmales sonriéndole
en cada movimiento del viento. Y ella sería Violeta, por supuesto,
cantándose a sí misma, solo que no estaría cantando
La Traviata, ¿verdad? Una canción tan feliz no estaba hecha para
la locura, el sufrimiento, para la angustia de un corazón destrozado.
Y ella era todo eso. Violeta, la demente. Violeta, la afligida. Pero no
tenía el corazón destrozado, no, aún no,
El se estiró y acarició su mejilla suavemente.
—Tomoyo-san, seguramente una vez más no lastimaría
a nadie.
No lastimaría a nadie.
Ella lo observó en silencio.
—Algunas veces...
Y cubrió la mano que se apoyaba contra su mejilla
con la de ella, sintiendo su calidez, sumergiéndose en ella.
—Pero podría lastimar demasiado.
Fin de la tercera parte
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